Había una vez un caballo salvaje al que le gustaba andar por el bosque. Cierto día, se topó con un pequeño ciervo que pastaba en su pradera y eso le molestó mucho, pues prácticamente se consideraba el dueño de aquel lugar. Sin embargo cuando quiso echar al cervatillo, este no se dejó intimidar, respondiéndole que todos los animales del bosque eran libres de andar por donde quisieran.
Esto ofendió muchísimo al caballo, quien enseguida quiso darle persecución. No obstante el ciervo era mucho más rápido y apenas vio sus intenciones, se echó a correr, perdiéndose en las profundidades del paisaje.
¿Cómo era posible que una criatura tan insignificante como esa, se hubiera atrevido a hablarle de tal manera?
—Esto no se va a quedar así —se dijo el caballo.
Y pensando en la mejor manera de vengarse, se acercó hasta la cabaña de un hombre que vivía a las afueras del bosque. Sabía que él podía matar al ciervo, pero tendría que ser muy ingenioso para convencerlo.
—Oye humano —le habló, al verlo cortando madera en su jardín—, sé que eres un buen cazador y cerca de aquí hay una presa que podría interesarte. Conozco a un hermoso ciervo, cuya piel podría servirte para hacerte unas buenas botas y cuya carne te proporcionará un sabroso alimento. Además puedes vender sus cuernos para ganar bastante dinero, ¿te gustaría cazarlo, pues?
El hombre, entusiasmado por la idea, le preguntó al caballo donde podía encontrarlo.
—Súbete a mi lomo y yo mismo te llevaré —le dijo el malvado animal, regodéandose por dentro.
El humano pareció pensarlo por unos segundos.
—Bien, pero si quieres que te acompañe tendrás que usar una silla. Nunca he montado un caballo sin ella y no quiero caer.
Con tal de llegar hasta el ciervo pronto, el caballo aceptó ponerse la silla y de paso una brida para que el hombre pudiera montar con más seguridad. Él recogió su escopeta y le avisó a su mujer que volvería en un rato. Partieron entonces a todo galope hacia el bosque y el equino empezó a buscar al cervatillo, cada vez más impaciente. ¿Dónde podía haberse metido? Cada vez se sentía más incómodo con aquellas cosas puestas encima.
—Me parece que hoy no podrás cazar al ciervo, ya probaremos suerte mañana —dijo el caballo—, bájate ahora, ya que no lo encontraremos más.
Pero el hombre, lejos de obedecer, tomó las bridas son más fuerza.
—Ya que no pude conseguir al ciervo, he decidido que tú serás mi regalo. Y si tratas de resistirte usaré el látigo para castigarte.
Muy tarde comprendió el caballo el gran lío en que se había metido. Si tan solo no se hubiera dejado llevar por el orgullo, ni tratado de hacerle algo tan terrible al ciervo, él todavía estaría en libertad.
Por esa razón, nunca debemos tratar de hacerle mal a nadie, ni mucho menos tenderle trampas tan sucias. La vida, cuando menos te lo esperas, tiene sus modos de devolverte el daño que haces a otros.
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