Existe en la ciudad mexicana de San Luis Potosí, cierta callejuela situada en un barrio antiguo del Centro Histórico, a la que apodan como el Callejón de las Manitas. En este lugar strecho y oscuro, muchas personas se han llevado más de un susto. Y no es para menos, con la historia macabra que se esconde detrás de tan pintoresco lugar.
Los hechos se remontan al año de 1780, en los álbores de la época colonial. Por aquel entonces llegó a la capital potosina, un sacerdote que se instaló en una humilde casa cuya ventana daba justamente el callejón. El párroco iba a hacerse cargo de dar clases en una escuela para niños humildes.
Era una persona muy piadosa y que gustaba mucho de ayudar a los demás. No tenía mucho, pero lo poco que ahorraba de sus pagos como profesor, lo empleaba en comprar comida y medicinas para los pobres, o en darles algún gusto a sus estudiantes. Así pues, pronto se volvió muy querido entre los vecinos y los niños que se educaban con él.
Un día, el sacerdote salió de su casa a dar una vuelta. Cuando estaba por oscurecer regresaba a su hogar, pero en el camino se topó con un asaltante que intentó robarlo. Al ver que no traía nada de valor con él, el cobarde ladrón lo apuñaló y el religioso se desangró hasta fallecer.
Todos sus conocidos sufrieron mucho la pérdida.
Las autoridades apresaron al maleante que había asesinado al padre y, obedeciendo a la indignada muchedumbre que se congregó para lincharlo, lo castigaron cortándole las manos. Luego ataron las extremidades mutiladas con una cuerda y las colgaron de la ventana de casa del sacerdote, del lado del callejón. Para que todos recordaran que no había crimen que no consiguiera su merecido.
Pero algo raro sucedía en aquel callejón desde entonces. A veces, la gente oía como tocaban la ventana o la pared. También había quienes juraban haber visto aquellas espantosas manos moviéndose y haciendo señas. Todos tenían terror de pasar por ahí.
Así que los gendarmes descolgaron las manos, pensando que ya había sido suficiente. Más grande fue su sorpresa al darse cuenta de que, al día siguiente, volvían a estar colgadas en el mismo sitio.
Pensaron que algún gracioso les había hecho una jugarreta, aunque lo cierto fue que por más que vigilaron, jamás encontraron a nadie que se metiera al callejón a hacer de las suyas. En cambio, era como si las manos se movieran por voluntad propia, para terror de ellos y de los vecinos.
Finalmente hicieron lo único sensato que ameritaba una situación como aquella: incinerarlas. Y con eso pareció solucionarse el bendito problema.
A pesar de todo, se dice que hoy en día, si uno pasa por el callejón a altas horas de la noche, podrá apreciar la silueta fantasmal de unas manos tenebrosas que cuelgan de la ventana y al fantasma de un hombre vestido con sótana, que dobla la esquina y se pierde en el interior.
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