Este era un principito muy mimado que a pesar de tener todo lo que quería en su palacio, se moría por ser mayor. Imaginaba todas las cosas que haría entonces y que en su casa no le dejaban hacer.
—Cuando sea rey —decía—, todos me obedecerán sin excepción y cada día será una fiesta.
Luego sus padres lo reñían, recordándole que todavía era un niño.
—¡Cuántas ganas tengo de ser mayor! —se lamentaba él.
Así transcurrieron los días hasta que en una ocasión, mientras husmeaba por los rincones más secretos del castillo, el príncipe se encontró con un viejo carrete arrumbado. Se trataba de una bobina con hilos de oro que nunca antes había visto.
—Qué raro —dijo al acercarse—, ¿quién dejaría algo como esto aquí?
Ante sus ojos sorprendidos, el carrete habló:
—Querido príncipe, llevo sola mucho tiempo, encerrada en este lugar. Escuché tus deseos por ser mayor y he decidido concederte un deseo muy especial: tira de mi hilo y avanza por los días venideros en tu vida. Pero ten cuidado, porque una vez que vayas desenrollándolo, no podrás volver atrás. El tiempo que se desperdicia jamás puede recuperarse.
Muy emocionado, el príncipe tomó el hilo dorado y comenzó a desasirlo de la bobina, viéndose crecer cada vez más, hasta que fue un hombre tan robusto y apuesto como su propio padre, con una corona sobre su cabeza.
—¡Soy rey! ¡Finalmente soy rey! —dijo con alegría— ¡Cuán maravillosa será la vida ahora!
Pero entonces tuvo curiosidad de saber su viviría solo y le pidió algo al carrete.
—Carrete mágico, muéstrame como serán mi esposa y mis hijos, por favor.
En ese momento, apareció frente a él una hermosa joven con cabellos largos y dorados, con una corona más pequeña que la suya. Era muy linda y le sonreía con gran amor. Junto a ella aparecieron tres niños regordetes y muy hermosos.
Tenía la familia perfecta.
Emocionado por saber que otras sorpresas le depararía el futuro, el nuevo rey comenzó a tirar más y más del hilo, hasta que notó que se sentía sumamente cansado. Sus manos, antes bellas y jóvenes, se veían ahora pálidas y muy enfermas. Con horror, se dio cuenta de que ahora tenía arrugas por todas partes.
Su reina también había envejecido y los niños que antes lo observaran con admiración, se habían hecho mayores y se habían marchado sin mirar atrás. Y su mujer, tan enferma y frágil como se había puesto, también se desvaneció ante sus ojos.
Ahora el príncipe era un rey viejo.
—¿Qué hiciste, muchacho incauto? —le habló el carrete— Malgastaste tu tiempo en vano en lugar de vivir con alegría cada uno de tus momentos de juventud. Ahora vivirás en soledad por tu egoísmo e insolencia.
Y a partir de ese momento, el anciano rey se recluyó en su alcoba, viviendo con tristeza el resto de los pocos días que le quedaban. Solo así pudo comprender que nada es tan valioso como el tiempo que tenemos y a veces desperdiciamos pensando demasiado en el futuro.
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