Había una vez un padre que tenía dos hijas, las cuales al crecer se convirtieron en señoritas muy guapas. Constantemente, las dos fantaseaban sobre el tipo de hombre con el que se casarían y la clase de boda que tendrían.
—Yo quiero casarme con un gran señor, para que mi boda sea la más rica de todas y pueda yo vivir en una hermosa casa —decía la primera—, ¡sería la esposa más acaudalada de la región!
—Pues yo quiero casarme con un joven que sea muy famoso —decía la segunda—, para que mi boda dé mucho de que hablar y a nadie se le olvide mi nombre.
Ni lo uno ni lo otro sucedió, ya que las muchachas se enamoraron de hombres comunes y corrientes. La mayor se casó con un hortelano y se fue a vivir con él a su casa, la cual además de no ser tan grande como ella soñaba, estaba repleta de plantas.
Pero como de verdad lo quería, aquello era lo de menos.
La menor en cambio se casó con un ladrillero, al cual apenas y conocían en su calle. Nadie iba a recordar su nombre, pero eso sí, gracias a él y a los ladrillos que fabricaba, las casas serían más resistentes.
Un buen día, el papá decidió visitarlas para ver que se les ofrecía. Entró en la casa de su primogénita y la encontró quejándose por el calor.
—Ay padre mío, ¡ojalá lloviera más para que las plantas pudieran refrescarse! —se lamentó— Con este calor, se me van a terminar por achicharrar y a mi marido se va a poner muy mal.
El padre entonces le prometió que rezaría para que bajara algo de lluvia y la muchacha se puso muy contenta.
Fue entonces a visitar a su hija menor y se encontró con que esta estaba preocupada, pues había escuchado que pronto podía llover y todos los ladrillos estaban secándose en el patio.
—¿Por qué tendrá que llover tanto? —refunfuñó— El agua puede echar a perder todo el trabajo de mi esposo, pues los ladrillos necesitan todo el calor posible para acabar de secarse.
Muy contrariado, el padre le dijo que pediría esa misma noche para que no lloviera y la hija lo abrazó, esperando que sus rezos dieran resultado.
Cayó el sol y el hombre se devolvió a su casa para dormir.
Mientras se ponía su pijama, pensaba en lo que querían sus hijas y se dio cuenta de que ya no sabía porque orar. Una quería lluvia y la otra días completamente secos, ¿cómo dar gusto a las dos con deseos tan diferentes y que se enfrentaban entre sí? El rezar para darle gusto a una y decepcionar a la otra, lo llenaba de remordimientos.
Tanto estuvo pensando en esto, que llegó a la conclusión de que era imposible complacer a ambas y así se tuvo que ir a dormir.
—Al fin y al cabo —se dijo—, ¿qué poder tiene uno para detener las fuerzas naturales? Lo que será, será.
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