Juancho era un adolescente muy agraciado, pues era un príncipe pero no un príncipe común, pues era apodado como el príncipe Berrinches, siendo un apodo ganado debido a su conducta tan particular.
Generalmente se portaba bien, pero habían ocasiones en las que no dejaba de culparse por su mala suerte sin importarle que ya era privilegiado al ser hijo del rey.
Frecuentemente hacía notar su malestar a todos los vecinos de su palacio, todos se reían a sus espaldas e iban disimulando sus carcajadas cuando éste se iba quejando por la vida.
Su cara normalmente se iba llenando de muchas lágrimas cada vez que encontraba cualquier pequeña razón para quejarse de lo malo de su vida, así como también iba haciendo chantajes por los pasillos de todo el palacio.
Un buen día cuando el príncipe estaba en una de sus crisis, apareció el genio de los soberanos atendiendo los mensajes telepáticos que emitía la reina. El gran mago, después de varios intentos hizo que Juancho dejara de llorar y patalear para atenderle un momento.
¿Por qué estás llorando príncipe? Preguntó el pequeño genio.
Porque lo necesito genio, soy muy desgraciado. Cada día debo levantarme muy temprano para hacer miles de deberes para cumplir con los deseos de mi padre el rey y poder llegar algún día a ese puesto.
Pero ¿tan duras resultan estas obligaciones? Replicó el mago. – sí, aparte tengo mucho que aprender todos los días, matemáticas, idiomas, astronomía e historia. ¿te parece eso justo para un príncipe como yo? Aparte debo aprender a bailar, cabalgar y saber las normas de cortesía completamente.
Por si fuera poco, no me dejan comer lo que a mi me gusta. Siempre me dicen que si lo hago, mi cuerpo se volvería enfermo y con una forma no saludable. El tiempo que tengo para jugar es muy poco y todavía, como si no faltara más nada no me dejan salir solo a la calle porque como soy príncipe debo hacerlo solo en carroza y acompañado de mi séquito.
¿Quieres cambiarte por otro niño? Dijo el genio, sabiendo lo que éste respondería. Si eso es lo que quieres yo te iré proponiendo tareas para que elijas lo que más te agrade.
¡Sí, hagamos eso! Dijo el príncipe con mucho entusiasmo. ¡Bien! ¿te gustaría ser el hijo de un herrero? – creo que no porque no soportaría estar todo el día pegado al fuego sufriendo el verano permanente.
¿y en un pastor? Así puedes pasar el tiempo libre corriendo por los campos, jugando con piedras.
– sí pero también tendría que levantarme muy temprano en busca de los pastos y eso es muy complicado, además no tendría ganas de jugar después de estar tan cansado.
¿Cómo leñador?
– tampoco, sino estaría solo en el bosque solo cortando y talando árboles. Llegaría muy agotado y estaría expuestos a muchos accidentes por el peligro que se corre.
Después de tanto preguntarle, el príncipe recapacitó y repuso: – mejor sigo viviendo como estoy. La verdad es que sí tengo muchos privilegios y quejarme más sería abusar. ¡no volveré a quejarme nunca más de lo que tengo!
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