En lo más profundo del bosque, habitaban dos mariquitas que desde pequeñitas habían sido amigas. Pero mientras más crecían, un sentimiento de rivalidad iba creciendo entre ellas. Todo el tiempo tenían que discutir por ver quien era la más bonita.
La primera de ellas tenía tres puntos negros sobre su rojo caparazón. En cambio la segunda, contaba con siete, lo cual hacía que se considerara más atractiva y con mucha suerte.
—Mira nada más que alas tan bonitas tengo —le dijo un día se amiga, abriendo sus diminutas alas para que pudiera contemplarla en todo su esplendor—, tan lisas y rojas como dos rubíes. Es obvio que yo soy la más hermosa de ambas.
—¿Pero cómo va a ser así —dijo la otra orgullosamente—, si solo tienes tres puntos en tus alas? En cambio yo tengo siete, mira que oscuros y lindos son. Mis alas llaman mucho más la atención que las tuyas. Yo soy la más preciosa entre las dos.
—Prefiero ser como soy a tener la espalda llena de manchas —dijo la primera mariquita, mirándola con molestia.
—Serán manchas como dices, pero bien que las envidias —le refutó ella.
Y así transcurrían los días, llenos de peleas que nunca se terminaban y no les permitían recordar lo hermosa que era su amistad. De vez en cuando, fingían que se reconciliaban solamente para volver a las andadas. A veces también lo hacían por conveniencia, cuando una veía que la otra había encontrado una hoja muy fresca para comer o un lugar bajo el cual refugiarse de la lluvia.
Pero nunca tardaban en seguir menospreciándose.
Llegó el momento en que, acostumbradas como estaban a pelear entre sí, no se dieron cuenta de que estaban siendo acechadas. Por el cielo volaba un abejorro que había salido a buscar algo de comer.
Al ver a las dos catarinitas, su boca empezó a salivar por lo mucho que se le antojaron.
—¡Menudo festín me voy a dar! —exclamó con deleite.
Y entonces se lanzó en picada contra ellas, quienes apenas alcanzaron a verlo para correr despavoridas. El abejorro las persiguió hasta casi darles alcance. Por suerte, ellas encontraron un pequeño agujero en la tierra, donde pudieron meterse para escapar de él.
—En algún momento han de salir, mariquitas tontas —dijo el abejorro esperando afuera— y entonces ya verán como me las voy a zampar.
Al estar juntas dentro de aquel recoveco, las catarinas se dieron cuenta del tiempo que habían desperdiciado discutiendo entre ellas, en vez de disfrutar de la bonita amistad que las unía.
—Perdón —dijo la primera—, he sido una tonta al tratarte tan mal.
—Yo también lo siento —dijo la segunda—, de habernos atrapado ese abejorro, nos habríamos ido para siempre de este mundo enojadas.
Entonces prometieron que no iban a pelear más.
El abejorro finalmente se cansó y fue, malhumorado por no haberse podido llenar el estómago. Cuando las mariquitas pudieron salir, su actitud entre ellas fue muy distinta.
Ahora sabían que la amistad era más valiosa que sus diferencias.
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