En lo más profundo de la sabana, habitaba una leona muy hermosa y feroz, que todos los días salía a cazar sin compasión. Ella no se contentaba con los antílopes y cebras que salían a pastar por montones en las praderas. Lo que más le gustaba, era devorar cachorros.
Pequeños animalitos de distintas especies que habitaban cerca de ella; no le importaba si se trataba de monos, jabalíes, hienas o hasta pajarillos. Para ella, no había carne más tierna y sabrosa que la de los bebés.
Y cuando sus vecinos le suplicaban que no se comiera a sus hijitos, la leona alzaba la cabeza con desdén y les replicaba:
—¡Agradecidos deberían estar de que no los engulla a ustedes! Siempre pueden tener más crías.
Y llenos de dolor, los animales de la sábana comenzaron a vivir en el terror y a ocultar a sus cachorros. Pero no importaba cuanto corrieran, la leona siempre los encontraba y se las arrebataba.
Todo cambio el día en que la fiera se enteró que iba a tener bebés. ¡Pequeños leones a los que cuidar y con los cuales jugar en las afueras! La leona no podía estar más feliz pensando en la numerosa familia que iba a tener. Hasta dejó de cazar por un tiempo.
Cuando sus cachorros nacieron, resultaron ser los más hermosos leoncitos que se hubieran visto en sabana. Todos eran muy juguetones y les encantaba retozar en los pastizales.
Desafortunadamente, unos cazadores llegaron armados hasta los dientes buscando presas finas y pronto pusieron sus ojos en los hijos de la leona. Asustada, ella se los echó en el lomo y huyó con rumbo adonde habitaban sus viejos vecinos, a los que les pidió ayuda para ocultar a sus crías.
—¡Qué poca vergüenza! Venir a decirnos eso cuando tú no tuviste compasión de nuestros propios hijos —le espetaron con rencor—, eso sí que es no tener cara. ¡Pues no vamos a ayudarte!
La leona suplicó y suplicó pero todos ellos le dieron la espalda, encerrándose en sus madrigueras, sus cuevas y las copas de sus árboles.
Sin más remedio, la leona tuvo que emprender un largo y penoso viaje cargando a sus cachorros, para alejarse lo más posible de los cazadores. Cada vez que escuchaba pasos a la distancia o un disparo resonaba en el aire, ella y sus cachorritos temblaban de miedo.
—Ahora sé lo que sentían esos animales cuando atacaba a sus hijos, ¡qué mala he sido! —se dijo, arrepentida.
Y es que le había tocado aprender una dura lección por las malas.
Finalmente, la leona llegó a una nueva pradera libre de cazadores, donde podría empezar una nueva vida con sus hijos. Lo más importante, podría comenzar de cero con sus nuevos vecinos. Y así fue.
La leona nunca más volvió a cazar cachorrillos por diversión. En vez de eso, comía solo presas ancianas o que invadían el sitio. Y en la sabana reinó un ambiente de armonía entre ella y el resto de los animales, quienes la respetaban y apreciaban.
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