Muchos años atrás cuando la Tierra tenía poco tiempo de haber sido formada, no existían las lagunas ni los manantiales, sino que toda el agua del planeta estaba concentrada en un enorme río que se encontraba al pie de la montaña Aracar, en Argentina. Y en la cima de dicho monte habitaba una mujer hermosísima, con los ojos tan azules como el océano y un largo cabello hecho de hebras de sol. Su cuerpo era etéreo y transparente, como si hubiera sido hecho con las nubes más ligeras en el cielo.
Todos los días ella bajaba hasta el río para lavarse la cara y el pelo, e iba acompañada por un ciervo pequeño, al cual quería mucho. El animal la seguía a todas partes y era su única compañía, pues aunque los labradores y pastores admiraban a la joven por su belleza, nadie se atrevía a acercarse a ella.
Se rumoreaba que era una diosa de naturaleza muy distinta a los hombres.
Un día, la mujer acudió al río como siempre y se llevó una gran sorpresa al encontrarlo seco. Una terrible sequía estaba afectando a la región y la gente no podía conseguir agua para beber, ni regar sus cultivos. Si las cosas continuaban así, todos ellos morirían sin remedio.
Angustiada, la doncella dejó a su ciervo en la falda de la montaña y subió a las nubes para averiguar que estaba ocurriendo. No sospechaba que el diablo, que siempre había estado envidioso de su bondad, estaba tendiéndole una trampa terrible. Al ver que el animalito se quedaba solo, engañó a un cazador que andaba por los alrededores para que lo hiriera.
El hombre apuntó con su arco y flecha al cervatillo, atravesando su corazón. Herido de muerte, el animal corrió para evitar que lo alcanzaran y se arrojó por un barranco.
Su ama mientras tanto, tuvo un mal presentimiento y bajó a toda prisa para buscarlo. Cuando no lo encontró en donde lo había dejado, recorrió la montaña entera hasta ir a dar al precipicio del que se había lanzado. Allí, al fondo, se encontraba el cuerpecito de su querido ciervo, sin vida. La joven lo recogió entre sus brazos y volvió a subir a su casa en la cima del monte, llena de tristeza. En el abismo el diablo se regodeaba con su sufrimiento.
Pero entonces ocurrió algo sumamente increíble.
Esa noche, la mujer del Aracar lloró lágrimas interminables por su cervatillo, que bajaron en un torrente hasta ir a parar al río. Este se desbordó de tal manera, que el agua se extendió por toda la región y más tarde por el mundo, formando riachuelos, lagos, manantiales y arroyos. La sequía había terminado y los campos volvían a florecer.
Desde entonces, se dice que la doncella abandonó su monte para ir a vivir entre las nubes, lejos de sentimientos tan impuros como la envidia y la maldad. De vez en cuando se acuerda del sacrificio de su pequeño ciervo y una lluvia inesperada anuncia su llanto.
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