Había una vez un hombre que decidió que se había cansado de todas las cosas malas que pasaban en el mundo. Una Navidad, vio una estrella fugaz que pasaba por el cielo y decidió pedir un deseo muy especial:
—Deseo que todas las personas sean amables y bondadosas, que el espíritu navideño entre en cada una de ellas para hacer de este mundo un lugar mejor.
Asombrosamente su deseo se le cumplió. Cuando salió de su casa, se sorprendió al ver como la gente sonreía y se ayudaba. Los ricos se desprendían de sus joyas y de su dinero para ayudar a los más necesitados, los hombres que habitualmente se encontraban de mal humor deseaban a todos una feliz Navidad y los niños que hacían maldades recapacitaban al instante.
Muy contento, nuestro protagonista se dirigió al supermercado para hacer sus compras, pensando que ahora que el mundo era feliz ya nada podía ir mal.
Se llevó una gran sorpresa cuando, en contra de su voluntad, le entregó todo su dinero a la cajera en lugar de darle la propina que tenía pensado. Después, en vez de ir a comer con su familia como tenía prevista, se pasó horas visitando a los ancianos del asilo, escuchando sus aburridas historias. Lo peor ocurrió cuando quiso abrir sus regalos, ¡todos los donó a la caridad!
—¿Pero qué me pasa el día de hoy? Es como si no pudiera dejar de ser bueno con los demás, demasiado bueno —se lamentó—, yo sé que estas cosas no tienen nada de malo, ¡pero yo no quiero que me obliguen a ser bueno! ¡Quiero hacer actos bondadosos que me salgan del corazón!
Fue ahí cuando lo comprendió todo. La estrella le había concedido su deseo navideño, pero eso no significaba que ahora el mundo fuera perfecto.
Por todas partes la gente no dejaba de ser caritativa, pero esos gestos amables que tenían con los demás no los hacían felices, pues estaban lejos de ser sinceros. Al reflexionar en esto, el hombre se puso muy triste y se dio cuenta de lo injusto que había sido. Había intentado cambiar a los demás, sin antes cambiar el mismo.
—Esta Navidad quiero que todo vuelva a la normalidad —deseó— y a partir de hoy, antes de pedirle a alguien más que sea bondadoso, comenzaré yo poniendo el ejemplo. Me esforzaré por ser cada día mejor.
A la mañana siguiente el mundo volvió a ser como antes, pero en lugar de quejarse, el hombre sonrió y salió de casa con el firme propósito de hacer algo bueno por alguien. A todos les dió los buenos días. Ayudó a una señora a cruzar la calle y le dejo una propina justa al mesero del restaurante donde fue a comer. De vez en cuando seguía escuchando malas noticias en la televisión, en la radio y los periódicos, pero no les daba importancia. Ya había decidido ser feliz.
Por fin había comprendido que, para hacer cambiar al mundo sinceramente, primero uno debía cambiar por sí mismo.
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