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La última estación

Ray y John corrían tan rápido como sus piernas les permitían, entre la muchedumbre que inundaba los andenes de la estación St. Thomas. Muchas de las personas que los veían se apartaban de inmediato, como si presintieran que no eran más que un par de malvivientes, que robaban con gusto lo que tanto esfuerzo les abía costado a otros ganarse.

Puede que su aspecto contribuyera en gran parte a eso. Ambos vestían de negro, aunque se habían quitado los pasamontañas para pasar más desapercibidos.

Venían en aquel instante del más ínfame de sus atracos. La víctima había sido un pobre anciano, que habitaba solo en su casa. A la fuerzas, los dos se habían introducido en la vivienda del hombre para golpearlo y robarle el poco dinero que aún guardaba bajo su desvencijado colchón. No contaban por supuesto, con que otros vecinos advertirían el escándalo y les darían caza al verlos salir furtivamente de una de las ventanas traseras.

La persecución había sido implacable, pero ellos les llevaban algo de ventaja.

—¡Mierda! —gritó John al voltear hacia atrás— ¡No hemos perdido a dos de ellos!

—¡Por aquí! —dijo Ray, señalando un andén que, contrario a los demás, no tenía señalizaciones de ningún tipo.

Claro que ellos no se fijaron en dicho detalle, tan apurados como se encontraban. Entraron en aquella sección y quiso la suerte que las puertas de un vagón que había justo enfrente estuvieran por cerrarse.

—¡Vamos! —Ray saltó dentro del carro y le echo una mano a su cómplice, antes de que la entrada se cerrara por completo.

El tren se puso en marcha.

—Eso estuvo cerca —dijo John exhausto—, esos imbéciles no podrán seguirnos la pista.

—Fue un robo perfecto.

Los dos se quedaron recuperando el aliento por un momento, pensando con malicia en lo que harían con lo robado. No era mucho, pero sí que les podría servir para apañárselas un par de días. En ese momento se percataron de que reinaba un silencio absoluto en el tren y miraron alrededor. No había nadie con ellos.

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—Qué raro —dijo John—, había mucha gente en el andén. ¿Cómo es posible que nadie subiera aquí?

Ray se asomó por las ventanas y no vio más que oscuridad.

—Tampoco veo nada afuera, ¿hacia dónde irá este tren?

—Ni idea.

Repentinamente nerviosos, los dos fueron pasan por vagones vacíos hasta llegar al del conductor. Por las ventanas, la oscuridad había comenzado a ser reemplazada por extraños resplandores de llamas y hacía un calor que cada vez se estaba tornando más insoportable.

—¡Me estoy asando aquí adentro! —se quejó John.

Ray abrió la puerta de la cabina del conductor.

—Disculpa hermano, ¿a dónde demonios va este tren?

El locomotor volteó. No era una persona, sino una criatura oscura, con ojos como brasas y de cuernos en su frente.

—Al mismo lugar que van todas las almas podidas como las suyas, ¡va al mismísimo infierno!

Los trúhanes se miraron con terror y entonces empezaron a gritar de agonía. Nunca nadie los volvió a ver.

La última estación 1

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Acerca del autor

Erika GC

Apasionada por contar historias, me gustan los buenos libros y pasarme tardes enteras en Netflix. El cine y la literatura son la mejor combinación para mí.

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