Marcos y David eran dos hombres que habían sido diagnosticados con enfermedades terminales. Ambos habían tenido que ser internados en un hospital para ser atendidos por especialistas y compartían la misma habitación, un sitio de paredes blancas y con una única ventana que daba hacia la calle.
Mientras Marcos debía permanecer todo el tiempo postrado en cama, a David le permitían sentarse todos los días frente a la ventana, para llenar sus pulmones con aire fresco.
Los dos pasaban tanto tiempo juntos que irremediablemente se hicieron amigos.
Buscaban apoyarse el uno al otro durante los difíciles momentos que estaban pasando y se contaban acerca de sus familias, sus amigos y en lo que trabajaban antes de estar en el hospital. A pesar de que sabían que aquellos podían ser sus últimos meses de vida, sabían lo importante que era mantener una actitud tranquila y positiva.
Y era David sobre todo, quien procuraba animar a su amigo al contarle las cosas que veía por la ventana.
—Veo un estanque lleno de patos, en un parque donde hay muchos niños jugando —le decía sonriendo—, todos están muy felices y disfrutan de estar afuera. Hace un día precioso allí.
Al imaginar a los niños y los animales, Marcos dibujaba otra sonrisa serena en su rostro y se sentía mejor. Siempre que podía, le pedía a David que le describiera cada detalle del paisaje.
Le gustaba visualizar el cielo, las flores y a las personas.
—Veo que hay un enorme desfile bajando por la avenida —le dijo David otro día—. La gente ríe y está disfrazada, y los músicos tocan a todo volumen mientras van montados en carros alegóricos.
Marcos no podía escuchar la música, quizá porque ya estaba demasiado débil como para poder usar todos sus sentidos. Pero quiso creerle a su amigo y seguir imaginando todas aquellas cosas hermosas.
Un día, el corazón de David no resistió más y el pobre falleció. Su silla frente a la ventana se quedó vacía y su familia fue a velarlo.
Marcos pensó en él con tristeza, lamentándose de no poder ir a despedirse de él. Pero lo último que aquel buen hombre le había dicho, era que se asegurara de agradecer cada día aunque pudiera ser el último.
Marcos decidió que así lo haría.
—Por favor —le dijo a la enfermera—, ¿cree que pueda moverme hacia la ventana?
Como Marcos estaba un poco mejor y se encontraba solo, ella decidió que no había ningún problema y lo acercó a la ventana. Cuando él miró hacia afuera, se quedó petrificado: daba directamente hacia un muro blanco.
—Pero… pero… creí que por aquí podían verse el parque y la avenida.
—No, ese muro siempre ha estado ahí.
—Entonces, ¿por qué David me contaba todas aquellas cosas, acerca de la gente y los animales que podía ver por aquí?
La enfermera se enterneció.
—Tal vez lo único que su amigo quería era hacerlo sentir mejor —lo consoló—. A veces uno oculta la verdad para proteger a los que ama.
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