Volví a mirar el reloj por quinta vez, descartando el hecho de que algo sucede cuando hago eso ya que las agujas siguen marcando la misma hora desde el último minuto y medio. Estaba nerviosa. Mis piernas no dejaban de moverse y mi mirada se negaba a despegarse cada dos segundos del maldito reloj que estaba en la pared de la esquina.
El lugar estaba empezando a llenarse y caras desconocidas iban y venían, mirándome con curiosidad. Me estaba empezando a impacientar.
-Han pasado sólo quince minutos, Diana. Cálmate. –susurré entre dientes, mirando fijamente el vaso de agua que mantengo sujeto con ambas manos, como si me estuviese reteniendo en ese lugar.
¿Cómo es que me había metido en eso?, había llegado a un extremo que superaba mi propio límite. Todo es culpa de esas ingratas que tengo como amigas, ellas fueron las que me arrastraron hasta este lugar, obligándome a no salir corriendo. Sin embargo, era exactamente eso lo que iba a hacer. Esto era ridículo e iba a matarlas.
Me dispuse a tomar mi bolso cuando alcé la mirada para buscar al mesero para cancelar el agua, cuando me topé con los ojos más claros y transparentes que había visto en la vida. Y ellos me estaban mirando fijamente a mí también. Dejé de respirar por cinco segundos.
¿Podía ser él?
Sus pasos empezaron a ir en mi dirección, mirándome con un amago de sonrisa.
¡Maldita sea, era él!
Esto tenía que ser una broma, una muy mala. ¿Mi cita a ciegas era con el más popular –e idiota mujeriego- de toda la universidad?, tuve ganas de chillar de la frustración.
-Diana. –Mi nombre sonó muy suave cuando salió de sus labios. Estaba parado frente a mí, tomando entre sus manos el borde de la silla que debería ocupar mi acompañante. Me sentía ridícula y él lo sabía. Desvié mi mirada de la suya y estuve tentada de irme, decirle que esto era un juego estúpido de mis amigas y que lo olvidara, pero volvió a hablar, deteniendo por segunda vez mis intentos de huir. -¿Me puedo sentar? –Lo miré y la sonrisa de niño que me regaló me estaba derritiendo.
Era bellísimo. Alto, fuerte, pelinegro, con una barba apenas pronunciada, un cuerpo atlético, pecas en los hombros y rostro, y unos ojos que mejor ni pienso en ellos. Sin embargo, lo que tenía de bello lo tenía de idiota.
-Supongo que sí. –No salí corriendo. Vi cómo sonreía más ampliamente y quise preguntarle si ya él sabía que era yo la que estaba aquí, porque yo no tenía ni idea. No tardó dos segundos en sentarse y me sentí a la defensiva de repente. –Llegas tarde.
Genial, ¿”llegas tarde”?, vaya estupidez fuiste a decir, Diana.
Escuché su risa suave y me sentí una quinceañera ridícula porque él se estaba burlando de mí, y con toda la razón. Definitivamente las iba a matar.
-¿Has tomado algo más que no sea agua, Diana? –Miré fijamente sus ojos, notando que eran tan claros que podían transportarme al mar, a mi lugar favorito, a la paz que ese sitio me transmite. Me relajé inconscientemente.
-No.
-¿Qué deseas ordenar? –Su espalda se había despegado de la silla y ahora tenía ambas manos cruzadas encima de la mesa, mirándome fijamente. Era guapa, lo sabía, y era la chica que aún no había salido con él –porque era demasiado orgullosa para ser sólo de una noche-.
-¿Qué haces aquí, Sam? –Mi pregunta lo hizo sonreír y volví a sentirme inquieta por la tranquilidad que sus ojos me estaban brindando.
-Tengo hambre, ¿tú no? –Desvió su mirada de la mía y empezó a buscar a algún mesero.
-Sam, quiero saber qué haces aquí. –Sus ojos se cerraron apenas un segundo cuando su mirada volvió a la mía, perforándome, buscando ver más allá de lo que quiero mostrarle. Me removí en mi silla cuando cogió aire de repente y empezó a hablar, de la forma más seria que podía. Jamás lo había visto así.
Sam era así como el mujeriego popular por el que todas las chicas babean. No digo que no me llame la atención o que no sepa apreciar su belleza, pero era un imbécil. Rompía corazones de forma muy fácil y todas las chicas con las que logra salir, salen lastimadas y pese a lo mucho que pueda gustarme, y a toda la atención que siempre ha mostrado hacia mí, yo soy de amor, abrazos y besos, no de sólo una noche.
-Tus amigas estaban buscando candidatos para que salieran contigo. Escuché, me ofrecí y aquí estoy. Eso es todo. –Alcé una ceja en respuesta sin creerme del todo su explicación. Él lo notó, se encogió de hombros y sonrió. –Me gustas, Diana. No quería que nadie más saliera contigo, y jamás has aceptado salir conmigo, así que recurrí a rogarles a tus amigas para que aceptaran.
Ya va, ¿dijo “rogar” y se incluyó en la misma oración?
-¿Rogaste? –Intenté no reírme. Él sí lo hizo.
-Sí. Dijeron que yo no era lo que estaban buscando para ti y que me odiabas. Además, añadieron a eso que las ibas a matar si lo permitían. –Ahora sí que pude reírme.
-¿Y cómo es que lo lograste? –Su mirada se volvió profunda y sonrió de la forma más pícara y malditamente sexy que podía. Lo miré interrogante.
-Cuando al fin encontraron “al chico ideal” –hizo énfasis en las últimas tres palabras e hizo un amigo de comillas cuando las pronunció- lo amenacé y le dije que se negara o se las iba a ver conmigo. –Mi boca formó una perfecta “o” en respuesta y él sólo se encogió más en su asiento.
-¿Y entonces qué pasó? ¿Cómo es que estás aquí? –no lo entendía.
-Cuando tus amigas se enteraron, se enojaron demasiado y tuvieron una pelea conmigo, pero al final permitieron que fuese yo. –Sorna había en sus palabras. Estúpido arrogante.
-¿Cómo demonios lo lograste? –No podía creerme esto.
Sus ojos se volvieron aún más claros, si es que eso era posible y supe que estaba mirándome fijamente para que viese la verdad en ellos. Él quería que creyera en todo lo que estaba diciendo y, para mi mala suerte, estaba creyendo en sus palabras. Podía ser un idiota, pero no parecía estar mintiendo.
-Bueno… -sus ojos dejaron los míos, respiró profundamente y volvió a mirarme fijamente. Y supe que no serían sus palabras las que me sorprenderían, sino su sinceridad –Les dije que estaba enamorado de ti.
Enamorado de ti…
Enamorado…
De…
Ti…
¿Qué?
Fin.
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