Un pequeño ratón, cubierto de un pelaje negruzco, dientes desviados, oreja malformada y ojos bizcos era el gran Jerónimo. Este quedó huérfano de ambos padres y logró crecer junto a sus compañeros ratoncillos que hacían todo lo posible para sobrevivir en los rincones oscuros de un mercado Ecuatoriano.
Un día de nochebuena, como era la costumbre de los pequeños ratones, todos en manada decidieron ir a por la comida de la noche, siendo los preferidos los desperdicios de la noche, que ya se encontraban seguramente dentro de los contenedores de toda la gente que había ido a comer en las cercanías del mercado.
El traviesillo Jerónimo solía ser muy hábil para detectar cualquier tipo de olores de comida, así como también todos los sabores, pues por eso era el jefe de cuadrilla de buscadores, así como también el ratón que más conseguía comida para todos.
Esa misma noche, Jerónimo consiguió gran cantidad de trozos de jamón, así como también Pizza, chorizo, frijoles volteados, platanitos y hasta pan francés, sin dejar a un lado que consiguió restos de galletas de navidad.
Jerónimo: ¡Qué placer!
Todos los ratones se juntaron en un círculo y empezaron a darse festín con todo lo que el pequeño ratoncillo pudo conseguir. Comieron grandes cantidades, hasta que sus panzas se sintieron endurecidas y peludas.
Después que el reloj marcó las 8 de la noche, no pudieron moverse más, por lo que regresaron a sus guaridas a descansar. No obstante, el que siguió en la faena a buscar el postre fue el gran Jerónimo y cuando estaba cerca de su sitio favorito ¡Plas! Fue atropellado por un coche que por allí pasaba.
Como pudo, salió corriendo pero sintiendo un calor exterior que lo englobaba y pensó: “Siento algo caliente, debe ser sangre. Oh Dios mío, pronto moriré y a donde iré a parar, ¿al cielo? O ¿a donde se asan los malos ratones? pocos minutos después, desfalleció Jerónimo.
Al instante, al abrir los ojos, Jerónimo ve a ratones vestidos de blanco, rondando su cabeza y dijo “Si tenía razón, me morí, pero con mis compañeros vestidos de blanco debo estar en el cielo”.
De repente, uno de ellos se pronunción y le dijo Manito Jerónimo, ya era hora que abrieras los ojos ¡Estás vivo y con nosotros tus hermanos, solo fue un susto”.
Lo que había pasado era que cuando sus compañeros escucharon el frenazo del coche que había dejado sus rastros en el contenedor donde estaba Jerónimo, vieron a este tendido sobre la acera. A los pocos segundos lo acogieron y lo trasladaron directamente a su cueva, frotándole con alcohol el pecho, donde tenía algunos rasguños. Le estiraron las piernas y lo frotaron con mentol para que entrara en calor.
Jerónimo cuando se supo vivo, no dejaba de llorar de la emoción y prometió ante todos no exagerar con las comidas, no volver a portarse mal, ni ser tan glotón, pues fue por eso que sufrió todo el susto.
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